Una de las cuestiones recurrentes en los últimos debates culturales es si existe una “literatura femenina” diferente de la masculina, interrogante al que se une otro doblemente inevitable que se pregunta si existe en la literatura una tradición de escritura femenina, y en el caso que exista, por qué no se refleja en los manuales de literatura.
Para empezar por la primera cuestión a la que pocos/as críticos/as desean responder de forma clara, porque tanto una negativa como su contrario son igualmente comprometedoras.
Algunos parten de la afirmación de que no existe literatura de hombres o de mujeres, sino sólo buena o mala literatura, aunque se detienen ahí sin entrar en la cuestión de quién, con qué criterios, o en qué circunstancias históricas o políticas, se decide lo que es “bueno” o “malo” en literatura. Si se hicieran estas preguntas, con la respuesta se podría explicar la hegemonía de algunos autores con respecto a otros en algunos periodos históricos, el predominio internacional de una literatura sobre otra, y el olvido por parte del público de autores que en una coyuntura político-social determinada fueron aclamados.
La canonización en literatura es un procedimiento sumario y selectivo que responde a criterios culturales y posiciones ideológicas, (por no hablar de los intereses), de los canonizadores, que logran tramandar “su” concepción de la literatura. Por desgracia, como se sabe, nuestro mundo moderno y democrático no ha podido acabar con este control, que si en tiempos pasados se hacía con criterios estéticos, políticos, religiosos, etc., ahora responde casi exclusivamente a exigencias del mercado editorial, y a niveles de audiencia.
Hay una cuestión terminológica, y es que con la etiqueta “escritura femenina” se designa tanto la literatura escrita por mujeres como la literatura de contenido “femenino”, es decir, que se centra en la experiencia de ser mujer en el mundo con todos sus matices biológicos y contextos situacionales, pero con la salvedad de circunscribir el “mundo femenino” casi exclusivamente a su acepción más tradicional, con lo cual, muchas escritoras que proponen modelos y espacios femeninos nuevos, tampoco se identifican con esta denominación.
Existe una “literatura femenina” y una “literatura masculina” por lo que se refiere, no a los autores/as que la practican, sino a sus contenidos. Si partimos de lo femenino y lo masculino en términos de construcción social, tendremos que reconocer en la literatura uno de los espacios donde estas construcciones y sus estereotipos se forjan y se reproducen (también se subvierten, afortunadamente), junto con modelos de comportamiento y esquemas ideológicos que los refuerzan. Nadie ignora que ha existido desde siempre, también una literatura escrita “para” mujeres, que en principio revestía carácter preceptivo (libros de comportamiento, tratados morale, etc.), y que con el paso de los siglos se convirtió en novela rosa, folletines y otras obras, donde lo femenino (también lo masculino, pero los hombres leen mucho menos este tipo de textos) sigue encorsetado en esquemas tradicionales. Esta literatura escrita para mujeres no siempre tiene una autora detrás, muchos autores, que cuentan con un numeroso público femenino que los sigue y compran sus libros, la practican.
La literatura “femenina” no es exclusiva de las escritoras, del mismo modo que la literatura “masculina” ha sido, y es, practicada por muchas autoras. Ahora bien que la literatura de contenido femenino no goza del mismo prestigio que su antagonista, es algo evidente, consecuencia de una tradición social, política, religiosa y cultural que sobrevalora lo masculino e infravalora lo femenino. Benedetto Croce decía con admiración de Maria Giuseppina Guacci, escritora italiana del siglo XIX, que “en ella no percibís la mujer” (Morandini, 1997,47). Para no encontrarse con la desaprobación de la crítica y con el desprecio social, muchas autoras escriben deliberadamente “como si no fueran mujeres”. Es el caso de Natalia Ginzburg, narradora y periodista contemporánea, que en la introducción de una de sus obras explica las dificultades que ha tenido que afrontar para escribir sus novelas, entre ellas, la de ser una mujer, y por lo tanto, de correr el riesgo de resultar “pegadiza y sentimental” (Ginzburg, 1993, 8), defectos que le parecían odiosos por ser típicamente femeninos. Natalia Ginzburg deseba “escribir como un hombre” (ibidem), y por ese motivo escoge, en su primera etapa, una forma de escritura intencionalmente impersonal y alejada, evitando toda referencia autobiográfica. Después de las primeras obras, la escritora se da cuenta que el mundo que describe no le pertenece y sus personajes no nacen de ella. A partir de ese momento el uso de la primera persona, el recurso de la memoria y el sentimiento se convierten en constantes de sus novelas: “Y desde entonces siempre, desde que usé la primera persona, me dí cuenta que yo misma, sin ser llamada, ni solicitada, me filtraba en mi escritura” (Ginzburg, 1993, 13).
Tampoco la literatura feminista, que denuncia las desigualdades e ilustra la lucha de la mujer por ver reconocidos, primero su dignidad y después sus derechos, ha sido practicada sólo por mujeres. Ya en el Renacimiento italiano existen una serie de tratadistas (Cortegiano con sus Diálogos, Lando con las Forciane disputationes, Speroni con Dignidad de las mujeres, Gelli con Circe, Stefano Guazzo con Honor de las mujeres), que rechazan el concepto de la inferioridad moral de la mujer, al tiempo que defienden la dignitas mulieris. En España Luis Vives y Frai Luis de León se insertan también en esta línea, aunque con un carácter marcadamente pedagógico.
Las diferencias entre “literatura masculina” y “literatura masculina”, más que estar relacionadas con el sexo/género de sus autores lo están con la adopción de una posición hegemónica o marginal, tradicional o innovadora, con la elección de temas que pertenecen al ámbito público o al privado, con la identificación o la subversión de los roles y los modelos culturales. Es lo que paralelamente Jonathan Culler sostiene a propósito de las posiciones que el lector o lectora pueden adoptar ante el texto, que puede asimilar contenidos más o menos femeninos o masculinos, independientemente del hecho se ser hombre o mujer (Culler, 1982, 43-60). La idea central, tanto de los deconstruccionistas como de la crítica postfeminista, es que autor y lector no son sujetos neutros, universales, teóricos, sino sujetos encarnados y sexuados. Como señala Patrizia Violi “la diferencia sexual constituye una dimensión fundamental de nuestro experiencia y de nuestra vida, y no existe ninguna actividad que no esté en cierto modo marcada, señalada, o afectada por esa diferencia” (Violi, 1991, 11). Es así como una gran número de críticas literarias opina que el género, como preferencia textual, remite a la relación que una determinado/a escritor/a mantiene con el modelo cultural dominante de la identidad femenina o masculina, y en este sentido, diferentes sectores de los women studies, han afrontado el tema del género que se inscribe en el texto [1].
No hay comentarios:
Publicar un comentario