La cuenta del feminicidio en Ciudad Juárez es contundente: poco más de 745 mujeres fueron asesinadas entre 1993 y 2009. En un año, más de 120 caídas en medio de la guerra interna que en México se lleva a civiles inopinadamente.
Julia Monárrez, socióloga e investigadora, me dio sus últimas cifras hace unos cuantos días y me contó cómo se tomó de la mano de Esther Chávez Cano, esa indomable mujer espigada, sensible, de mirada de águila, incansable feminista que murió en esta navidad a los 72 años.
Esther Chávez Cano es la mujer que empezó a contar a las asesinadas en la juarense frontera de la ignominia.
A ella debemos que se haya corrido la cortina del silencio para hacer notar en el mundo la crueldad que ha cegado la vida a cientos de mujeres productivas, las mismas que un día tuvieron, como todas, un pedazo de alegría.
Se fue Esher, 33 días después de que Irma Campos también muriera. Ambas dolidas por la vida, porfiadas luchadoras por la libertad de las mujeres. Ambas víctimas del feminicidio en Ciudad Juárez, murieron de cáncer, esa temible enfermedad que va minando los tejidos, por razones no identificables todavía por la ciencia, sin atribución exacta, pero que siempre está ligada a la tristeza, a la fatiga que produce el dolor social.
Esther tenía una voz definitiva. Compartí con ella un premio, el nacional llamado María Lavalle Urbina, en abril de 2002. Con Irma Campos fundó el Grupo 8 de Marzo, en Chihuahua. Fue ella quien con las notas de la página roja de los diarios empezó a interrogarse qué había tras los asesinatos crueles contra las mujeres en Ciudad Juárez.
La misma que empezó a anotar, en enormes legajos de hojas cuadriculadas, los casos. La que dio la voz de alarma en nuestra realidad contemporánea.
En 1993 narró su hallazgo, enseñó a la periodista Sonia del Valle sus hojas de anotaciones que envió al Distrito Federal para que se supiera. Corrió, caminó, anduvo por todas las oficinas públicas con su preocupación, que se fue convirtiendo en el motivo de su vida. Así, durante más de tres lustros, sin descanso.
Monárrez relató cómo formó su base de datos, éstos de la ignominia, y entre las tres, Julia, Esther e Irma, decidieron documentar caso por caso, hecho por hecho y luego el nombre fue brutal: feminicidio, asesinato a personas sólo por ser mujeres.
Ningún homenaje –Esther recibió varios-, ningún reconocimiento al terrible continum de la estulticia, ninguna política, como las anunciadas en Juárez para parar el fenómeno; ninguna denuncia, nacional e internacional, ha parado esos asesinatos que, según Monárrez, son sexuales, sistemáticos, donde operan el secuestro, la tortura, la desaparición forzada, la desazón de las familias, de las madres, de los habitantes norteños.
Juárez, esa pequeña ciudad de un millón 500 mil habitantes, levantada sobre la explotación de las obreras maquiladoras, donde hoy cunde el miedo a los enfrentamientos cotidianos en cada esquina, en cada recodo del camino, en cada bar, en cada casa, en cada escuela, enfrentamiento entre policías y ladrones, se dijera, sin respetar a sus habitantes, hombres y mujeres.
Ahí, en Juárez, mundialmente conocida como la ciudad de las cruces rosas, que ha sido señalada como el lugar donde el gobierno mexicano ya fue condenado por la Corte Interamericana de Justicia, que en 10 años ha sido recorrida por todos los organismos de Derechos Humanos del planeta, Esther e Irma dejaron sus mejores acciones, la experiencia de mirar al otro o a la otra con profunda generosidad.
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